Las monjas.

Las monjas son mis vecinas más estables. Desde la terraza tengo una vista inmejorable de todo el convento, por el que las veo deambular bastante a menudo. No sé cuántas son, apenas tengo a tres de ellas identificadas, porque son las que más salen a tender la ropa y hacer otras tareas al aire libre.

Por la mañana, temprano, hacen sonar la gran campana que, aunque casi siempre me pilla despierta, no deja de ser un estridente, y sin embargo agradable, despertador. No como otros sonidos más ruidosos que también me he acostumbrado ya a que me acompañen por las mañanas. El camioncito que viene a recoger el vidrio de los innumerables locales de los que vivo rodeada. El arranque de los aparatos de aire acondicionado y extractores de cocina del restaurante que tengo justo abajo. Los chorros de agua que limpian las calles después de unas largas noches de llenos totales en las terrazas de todos los bares de copas que ocupan gran parte del barrio. Y los fines de semana, que aquí empiezan los lunes y acaban los domingos, las ruidosas despedidas de solteras y solteros que toman por asalto el centro de la ciudad.

A pesar de todo, aunque visto desde fuera puede parecer que todo son incomodidades -tal como me hizo querer ver lanena cuando decidí que quería probar a vivir aquí -yo estoy a gusto y estoy convencida de que he encontrado mi sitio.

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En casa.

Por primera vez en mucho tiempo, más de un año después de la mudanza, me siento en casa. Parecía difícil, ni siquiera yo estaba convencida, pero sé que aquí me voy a quedar.

No es París, no es el ático soñado frente al mar, no es una casa, sino un piso que ni está acabado de reformar, pero ésta sí, ésta es CASA. Yo la llamo así desde hace unos días, aunque los que me rodean la siguen nombrado con el nombre de la calle que, aunque es bonito, me empieza a molestar. No es una dirección en el plano de una ciudad, es mi casa.

No tengo vecinos estables, vivo rodeada de lo que ahora se llama viviendas vacacionales en las que cambian los inquilinos cada dos noches, lo que también me sirve de distracción. Y, aun así, el barrio vive. Demasiado barrio tradicional para que alguien pueda acabar con él.

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Llorar.

He leído estos últimos días en los medios que se hacen encuestas preguntado a las personas si han llorado en los días de pandemia. No sabía que se andaría preguntando por algo tan básico que yo me pregunté hace unos meses, y que me escribí a mí misma para no olvidarlo.

Lo recupero ahora porque estoy guardando las libretas en las que he ido anotando cosas a diario y que no sé muy bien si conservar o enviar al contenedor de papel más cercano.

No lloré, en ningún momento y por ningún motivo, durante los primeros meses de confinamiento. Estaba seca, a pesar de ser una persona sentimental y emotiva, de la que suele llorar viendo incluso los dibujos animados… Y no caí en ello en esos días, a pesar de pasar tantas horas despierta y cansada, atemorizada, angustiada, encerrada en mi pequeña parcelita que se convirtió en mi pequeño mundo, sin horizonte más allá del trozo de mar que se ve desde la terraza. Ese mar al que antes me acercaba todas las tardes con los perros, esa playa en la que me quitaba los zapatos y los calcetines y caminaba llenándome los pies de arena, ese mar en el que bañaba apenas los dedos porque, a pesar de ser mediterráneo, era invierno y estaba fría. No he vuelto, y ha pasado ya casi un año. Apenas salía de casa para ir, cada quince días, a la farmacia. Y volvía cada vez más angustiada. Pero no lloraba…

Hasta que un día, allá por noviembre, de repente, y viendo una insuslsa serie en la tele, de esas que te pones las noches que quieres, de verdad, desconectar, lloré, lloré y lloré, sin ningún motivo aparente. Desde entonces, he de limpiarme las gafas todos los días porque he vuelto a empañarlas con lágrimas espontáneas viendo, oyendo o pensando cualquier tontería que se presente en ese momento ante mí. Desde hace unos días procuro ponerme cada noche algún capítulo de una serie emotiva, triste, sentimental, desgarradora, porque necesito que mis lágrimas, ahora que las he recuperado, tengan algún sentido. Estoy viendo New Amsterdam y me acuesto agotada, con los ojos irritados y la nariz llena de mocos de esos que vienen con el llanto. Pero me sienta tan bien que voy a seguir buscando historias que me hagan llorar. Llorar mucho, porque tengo llanto retrasado y no voy a consentir que caduque.

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Calamares guisados.

Tenía unos calamares frescos que compré el viernes, ya limpios porque así lo solicité al hacer la compra online en mi supermercado de confianza. Demasiado pequeños para plancha y un poco grandes para fritura. Quería darles salida y me apetecía un plato medio de cuchara. Es difícil calcular las cantidades cuando has de cocinar para una persona sola, pero ya me voy apañando. Normalmente las que ponen en las recetas que copio -soy muy de copiar, poco de experimentar aunque sí de modificar un poco a mi gusto- son para cuatro personas, así que las divido (más o menos) en dos y tengo para dos comidas. No me gusta repetir a lo largo de la semana, por lo que suelo elegir las que se pueden congelar. Entierro una ración en el congelador y cuando, al cabo del tiempo, descubro el tupper, en ocasiones me emociono de alegría y en otras lloro de rabia porque el resultado no cumplió del todo mis expectativas.

Más que cocinar me gusta preparar los ingredientes. Ahora tengo una cocina pequeña, así que he de esmerarme en ir aprovechando los pocos espacios de encimera con los platitos en los que voy dejando todo listo para el momento en el que ya tenga que encender el fuego. Esto es un eufemismo, la placa de la cocina es vitrocerámica, pero como echo de menos una cocina de las de antes, de gas, la expresión que utilizo es precisamente esa, la del fuego…

Ayer hice calamares guisados. Estaban tan sabrosos que el recipiente (siempre de vidrio y con tapa hermética) que acababa de fregar para guardar esa segunda ración fue llenado en la cocina y vaciado en la mesa.

La receta no la pongo porque no es mía, la puedes encontrar aquí.

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Comer.

comer bien

Tengo una cuenta en twitter que sólo utilizo en una dirección, es decir, que leo, pero nunca participo… Sé que es como vivir de prestado, pero es lo que hay… La mayoría de las cuentas que sigo es de periódicos, de uno y otro signo, periodistas, a sueldo de algún medio y free lance, analistas políticos y económicos y muchos particulares, personas que, sin conocerlas, me caen bien e incluso gente que, conociéndola, no me cae en absoluto bien. Una lista de amplio espectro. Porque además de sus opiniones, tengo acceso a cualquiera de los que interactúa con ellos. Yo leo, archivo, analizo y saco mis propias conclusiones.

Hace unos días empezó una polémica acerca de la comida. Por qué las personas con pocos recursos económicos no comen bien. O sano. O saludable. Incluso variado… No sé cómo, quién ni por qué empezó con el tema. Los hay que dicen que es porque no quieren. Como si eso fuese tan sencillo. Están los que rebaten esa opinión, que entran al trapo, sin más argumentos que la propia experiencia y los que, de un lado y otro, intentan clarificar…

No es fácil. Comer bien, sano o saludable, incluso variado, no sólo no está al alcance de cualquiera, por economía, por tiempo o incluso por ganas de cocinar, sino que no se le da la importancia que debería tener una buena cultura, no ya gastronómica, sino alimenticia. Y eso no lo enseñan programas reality en horarios de máxima audiencia.

No voy a entrar en la polémica, aunque lo cierto es que yo he tenido épocas en las que, obligada a cocinar por las tardes para tener comida preparada al día siguiente cuando volvía a casa, cansada y amargada después del trabajo, no me esmeraba demasiado, procuraba ir a lo fácil y rápido y he echado mano en demasiadas ocasiones de ultraprocesados. Y eso, además de no demasiado sano, ni saludable, aunque sí variado, sale muy caro.

Ahora tengo más tiempo y soy más consciente. Se acabaron las interminables listas de compra en el supermercado en la que iba todo -desde la verdura, la fruta, el pescado y la carne hasta los productos de limpieza y de aseo personal- la nevera llena de productos que no llegaba a utilizar, por pereza de preparar comidas cuya elaboración me restaba tiempo de descanso. Ahora elijo cuidadosamente qué y dónde compro cada producto que entra en mi casa. Ni gourmet ni extravagancias, sólo calidad y proximidad. Y eso también sale muy caro. Así que no, no estoy de acuerdo en que las personas con pocos recursos económicos no comen bien, sano, saludable y variado porque no quieren. Es, sencillamente, porque no se lo pueden permitir. Y pienso que habría que hacer algo al respecto.

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Detectives.

prensa

Compré el periódico en papel. Solía hacerlo los domingos cuando bajaba a desayunar a la cafetería que había cerca de casa, aunque cuando me mudé al otro piso más grande lo empezaba a leer sentada en un banco en la plaza de las palmeras, preferiblemente al sol. Era el único momento de la semana en el que elegía la soledad. Después, sin ninguna razón, dejé de hacerlo e iba picando artículos aquí y allá en internet.

Me gusta el periódico de los domingos, muchas páginas además del suplemento a todo color. Lo leo despacio, quiero que me dure toda la semana, con el  desayuno de media mañana (el café que va acompañado de tostadas y zumo). Empiezo por las noticias -que es lo que más pronto caduca- y voy guardando los artículos de opinión. Esta mañana he empezado el suplemento. En casa, hace años, le llamábamos el colorines, y nos peleábamos por su posesión. Ahora es todo mío, así que lo dosifico a mi gusto. Y he llegado a la página que firma Irene Vallejo, a la que adoro desde que estoy leyendo (casi un año llevo ya) su maravilloso ensayo «El infinito en en junco». Es de esos libros en los que, a pesar de tener trama y argumento, puedes navegar por sus páginas como te apetezca, leer y releer, subrayar y volver a subrayar. Cada párrafo, cada línea, cada palabra, te sumerge en un mundo del que no querrías volver a emerger.

He leído esto: «La palabra ‘detective’ contiene una antigua raíz latina que significa «levantar el tejado». Descubrir algo implica retirar aquello que lo esconde: detective es quien ve mas allá de las fachadas y máscaras». Y me he puesto a divagar…

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Hacer pan.

hacer pan

Durante el confinamiento se multiplicaron las entradas en cualquier red social relacionadas con el pan. En esta casa, en la que vivimos dos personas muy paneras, no hemos hecho pan. Y en algún momento, he de reconocerlo, llegué incluso a pensar que algo estábamos haciendo mal, que no nos lo estábamos tomando lo bastante en serio, que ni habíamos hecho acopio de rollos y rollos de papel higiénico, que no nos habíamos puesto a limpiar como si cualquier habitación de la casa tuviera que desinfectarse para ser usada como quirófano de urgencia, que nuestros armarios siguieron igual de desatrastados como el primer día de alarma, que ni siquiera habíamos intentado hacer pan…Nos limitamos, simplemente, a quedarnos de reja para adentro, y a hablar, hablar, hablar…

Hacía años que lanena y yo no pasábamos tanto tiempo juntas. En cuanto supo que la cosa se estaba poniendo fea, vino a quedarse conmigo, a cuidar de mí, y lo ha hecho durante estos seis meses como cambiando los papeles, convirtiéndose en la mejor de las madres, la compañera ideal, haciendo todo por mí… Ahora sé que lo hemos hecho todo bien, aunque no hayamos hecho pan. Y que ella lo sigue haciendo, esta vez ya siguiendo con su vida lejos de aquí, para no ponerme en peligro cuando vuelva, algún fin de semana, con la maleta llena de ropa sucia y los tuppers vacíos para que se los vuelva a llenar.

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Jubilación.

despertador antiguo

Hoy, según el calendario que a principio de año me regaló -e ilustró con pegatinas varias, para que no me perdiese ningún acontecimiento- lanena, comienzo un nuevo proyecto de vida. Después de muchos años marcados casi minuto a minuto por el reloj, hoy (65 años, diez meses y un día) es el primer día de mi jubilación.

Llevo más de seis meses teletrabajando, en fase cero de confinamiento voluntariamente aceptada, sin salir de casa, pero trabajando, así que esta madrugada ha sido la primera en la que no ha sonado el despertador para indicarme que debía empezar la jornada. Aunque me he despertado a la hora de siempre, costará cambiar esa rutina de tantos años. Incluso los perros se han despertado, es como si llevaran ellos también un reloj incorporado.

Estoy satisfecha del trabajo realizado en esta pasada época de teletrabajo, en la que yo me he marcado el ritmo. he sido autosuficiente y he aprendido, a pesar de las dificultades que se fueron acumulando en el día a día con un responsable que no entendía muy bien eso de no poder controlarme el horario de «presencialismo».

¿Voy a volver a escribir ahora que decido yo en qué emplear mi tiempo? No lo sé, tengo algunos proyectos para sobrevivir al menos los primeros meses de cambio, así que quizá éste, que figura en la lista en uno de los primeros lugares, quede, de nuevo, aparcado.

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Año doce

Junio fue el mes de mi despedida. Despedida de un largo matrimonio en el que las más de las veces no había(mos) sido felices. Y no se trata de un anversario cualquiera, pues justo este año, el doce, se cumplen los mismos que lanena había vivido en el centro de esa relación que tan a menudo, a las dos, nos resultó tóxica.

Leí hace unos días un tweet en el que una mujer confesaba que no se había deshecho antes de su pareja por miedo a que los niños no lo entendieran y que, pasados unos años, descubrió que para ellos, los hijos, la convivencia con el padre había sido tan infernal como para ella. Son cosas que no se plantean cuando piensas que, por edad, y por seguir teniendo el referente masculino, los hijos no desean la separación de sus padres, porque, autoengañándote, no eres consciente de que ellos también son perjudicados por la toxicidad de una relación que ni es igualitaria ni es pacífica, ni siquiera es agradable…

Después, mucho tiempo después, curada o al menos recuperada de las heridas, como de refilón, porque estás charlando sobre otras cosas, porque la ves ilusionada por un chico, porque te cuenta la charla sobre violencia que les han ofrecido en el instituto, o simplemente porque ya duermes toda la noche, vas engordando porque comes mejor, desparece el rictus de amargura y los ojos ya no brillan tanto porque no lloras, la conversación se mueve hacia ese rincón que has mantenido oculto todo ese tiempo y resulta que descubres que durante los últimos años de la relación a tres no has sido la única perjudicada. Incluso después, cuando a ti ya no se te obligaba a tener ningún contacto pero sí a ella por las visitas quincenales, nada había mejorado, sino todo lo contrario…

Han pasado doce años y han cambiado muchas cosas. Yo tengo la suerte de no encontrarle ni por casualidad y ella ha reiniciado, con cariño, porque todos hemos madurado, una relación, ahora sí de igual a igual, con su padre, que al fin parece haber comprendido que su hija es lo mejor que le ha pasado en la vida. Tanto como para mí, aunque yo he tenido la suerte de que me haya querido incondicionalmente todos estos años.

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Y de repente…

Abrí la cuenta de correo vinculada al blog de casualidad y un poco por error. Como la primera vez. Y allí estaba. Aunque ahora con un par de letras más que en la anterior ocasión. Sorpresa pero también estupefacción. Hacía más de ocho años. Me pregunté, entre otras cosas, por qué. Y dudé si responder o no.

Y de repente lo que tenía por olvidado vuelve a ocupar, como un nítida imagen reciente, una parte de la mente que, al parecer, permanecía inactiva al creer que todo recuerdo se había borrado.

Hoy es viernes, pero sólo se trata de una casualidad, porque aunque Viernes ha vuelto, y yo sigo siendo amanda, ya nada puede ser igual.

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